En Español

La Casa Marrón al Final de la Calle

source: http://media.photobucket.com/user/ChloeJovanoska/media/rain.jpg.html?filters[term]=dancing%20in%20the%20rain&filters[primary]=images

Por Loida Liz

Extracto de “Memorias de Aquí y de Allá”

Mi casa, la única casa donde siempre viví, estaba pintada de color marrón. Tenía puertas y ventanas blancas sin rejas – al contrario de casi todas las demás- y situada al final de una calle muy, muy larga que terminaba en otra calle que la atravesaba como una cruz. En el mismo centro de esa cruz estaba anclada ella.

Mirándola de frente, a la derecha estaba la puerta principal hecha de madera; a su izquierda una ventana pequeña, también de madera, por donde yo solía meter mi brazo largo y flaco cuando se olvidaban las llaves dentro de la casa. Cuando eso pasaba, pedíamos un cuchillo de mesa prestado a la vecina, yo quitaba el seguro de la ventanita que consistía de un palito de madera – también pintado de un blanco que incitaba a la harmonía- y abríamos así la puerta delante de todos los vecinos y de todos los que estuviesen pasando por allí. A pesar de eso, solo una vez se entraron los ladrones, y no se entraron precisamente a la casa, sino al patio por el portón del callejón, y se llevaron toda la ropa que se estaba secando colgada en los cordeles.

Entrando a la casa por la puerta principal, se encontraba la sala con cuatro mecedoras – porque nunca tuvimos muebles convencionales. Justo al lado, en el mismo cuarto, estaba un comedor con una mesa de un cristal muy grueso que mi madre había traído de los Estados Unidos por barco. La mesa tenía seis sillas de piel, muy cómodas, de un color marrón obscuro. En la siguiente habitación estaba la nevera, una vitrina blanca donde se guardaba la vajilla barata, y el juego de comedor amarillo con tres sillas de madera, donde comíamos las tres comidas los tres – pero casi nunca juntos. El otro comedor no se usaba para comer, ni siquiera con las visitas que muy raras veces venían a la casa.

En el cuarto continuo, bajando un solo escalón y a mano derecha, estaba la cocina que en una esquina tenía una ventanita que se abría quitando el pestillo de su puerta y que daba a otro callejón más estrecho junto a la casa de los Pérez. Luego seguía el taller de mi padre en donde él daba forma a sus artesanías con la ayuda esporádica de algún necesitado o, en última instancia, hasta con la colaboración un tanto renuente de mi madre que siempre terminaba allí empolvada de pies a cabeza. Después de muchos años, ese taller se convertiría en cuarto de alquiler cuando mi padre, incapacitado por la vejez y la enfermedad, ya no pudo trabajar más.

En la parte izquierda de nuestra casa estaba primero el dormitorio de mis padres donde una vez se chocó un carro que quebró la pared desde el techo hasta el piso. La rajadura se quedó allí indefinidamente porque mientras no se entrara agua no se justificaba el gasto.

Al lado de ese cuarto estaba el mío. Recuerdo que cada noche antes de irme a dormir, yo decía “Bendición mami, bendición papi. Que duerman bien, que los angelitos lo’ acompañen y que sueñen con Jesús.” A medida que fui creciendo, aquella letanía se fue reduciendo a solo un par de frases cortas pero antes de cubrirme con las sábanas soleadas siempre decía mi oración.

También recuerdo una vez cuando no podía dormir porque una cucaracha estaba revoloteando dentro de mi cuarto. Como mis progenitores no se quisieron levantar para matarla, yo aproveché cuando el odioso insecto se había perdido de mi vista y me escapé corriendo hasta llegar a la casa de mi amiga Leila que vivía una cuadra más abajo. Ya todos allí se alistaban para despedir la noche, pero mi amiga se compadeció de mí y me acompañó hasta mi casa para resolver mi problema, que hasta hoy persiste en fobia a esos indeseables artrópodos voladores.

La penúltima habitación era una más pequeña donde se planchaba y se guardaban algunas cosas. Ahí mi padre hizo construir un closet de cemento como imitando a aquellos de las casas grandes y modernas, excepto que en lugar de puerta pusimos una cortina. En aquel cuartito también el hijo mayor de mi padre guardó por un buen tiempo los muebles para su clínica después que volvió de estudiar en España.

Por último estaba el cuarto de baño, que no tenía regadera y donde se instaló un lavamanos por donde nunca salió agua. En lugar de ventanas, tenía en la parte más alta de la pared una línea de bloques invertidos de modo que los huecos hacían de ventana abierta permanentemente.

Toda la casa estaba hecha de bloques, barillas y cemento, como era lógico construir en la isla para poder sobrevivir a un huracán sin padecer daños mayores. El piso también era de cemento pero suavizado con alguna mezcla y pintado de amarillo como toque final.

Todo el techo de la casa era de zinc -que por suerte nunca se fue a volar con ningún ventarrón. Por dentro, se había colocado en toda la casa ‘cielo razo’ pintado de blanco, dando la apariencia de ser techo de cemento y ocultando la altivez con que se levantaba el zinc hacia los cielos. En días de lluvia, del zinc resonaba un concierto arrullador que me deleitaba. iComo me encantaban los días de lluvia! No importaba que tan fuerte o tan suave lloviera -a mí me daba con echarme a la cama solamente para no estar de pie distraída en otras cosas.  En ese rato se me antojaba dormitar o simplemente quedarme acostada en mi cuarto con la mirada clavada en el techo deseando que la lluvia no cesara jamás. A veces el torrencial llegaba tan lentamente que se podían contar las gotas que golpeaban una tras otra sobre el metal. Luego, poco a poco aumentaban majestuosamente su intensidad como en el crescendo de una ópera pueblerina. Los truenos y los relámpagos le daban un toque de espanto a mi momento de trance, pero sin lograr interrumpir totalmente mi encanto con el aguacero. Y mi madre iba diligente de un lado a otro colocando sábanas en todos los espejos porque decía que tenían que estar tapados para que no atrajeran a los rayos.

El patio de la casa era pequeño también y, aunque era simple como otro cualquiera, era tan acogedor como la misma casa. En ese patio me bañé algunas veces bajo la lluvia mientras los otros muchachos del barrio lo hacían en plena calle. Por encima de la cerca nos pasábamos un poco de salsa, un tanto de azúcar o cualquier otro ingrediente que estuviese haciendo falta para la comida del día, la nuestra o la de los vecinos.  Allí celebramos una sola reunión social con mis amigos un diecinueve de Septiembre, y allí sostuve conversaciones divertidas con Yayi, quien fue mi mejor amiga por muchos años, mi cómplice en días de pizzas y sopas cargados de confidencias y secretos.

Mi padre hizo echar cemento en el patio para que no se enlodara cuando lloviera. También hizo construir una cisterna de unos cuatro pies de altura por encima del suelo donde se guardaba el agua de lluvia que, rodando por el techo de la casa, se acumulaba en los caños de los lados para luego desembocar directo en la entrada del aljibe. Había una mata de aguacates tan grande que sus ramas llegaban hasta los patios de las tres casas aledañas, pasándose por encima de los muros como perro por su casa y que seguramente regaló grata compañía al arroz blanco con habichuela y pollo en las mesas de los vecinos. También había una mata de lechosa que intentaba crecer y otras matitas y flores bonitas que mi madre sembró en tarros y colocó en el fondo del patio y que se podían apreciar desde el momento que se entraba a la casa por la puerta del frente.

Todas las tardes hasta que anochecía, y después de haberse dado un baño con el agua tibia que le calentábamos en la estufa, mi padre solía sentarse en su mecedora junto a la puerta entre-abierta que daba a la calle. Sentado ahí contaba minuciosamente las monedas que le daría a mi madre para la cena. A veces leía algún libro de su modesta colección de libros rojos. Desde ahí observaba toda la actividad de las dos calles, de los vecinos en sus balcones, los jovenzuelos en sus bicicletas y patinetas, y los transeúntes que iban calle arriba y calle abajo echando mano de cualquier motivo. Ser espectador de la vida desde aquella puerta era similar a estar viendo un ‘reality show’.

En la casa mi padre nunca permitió televisión. Nos hizo vender una que habíamos traído de los Estados Unidos. Tampoco se escuchaba mucha radio, excepto las noticias de Radio Mil…. “El agua es vida. No la desperdicie”, decía el mensaje de servicio público de otra emisora, y luego se anunciaban cantando, “Aquí, Radio Continental…” Una de las emisoras prohibidas en la casa era Radio Guarachita porque los capitaleños de mi círculo social opinaban que era de mal gusto rebajarse al nivel de la bachata barata.

El ruido por allí era constante, a todas horas. En las mañanas los gallos y las gallinas, durante el día los vendedores de verduras, frutas y víveres; los carros sin mofles con sus bocinas impertinentes, los camiones que amenazaban con desarmarse al pasar por los huecos imposibles de esquivar, y las ollas que rechinaban en casa de los vecinos como campanario de iglesia anunciando misa. Las chicharras estallaban en un espectacular coro a eso de las doce del mediodía y los perros de todos volvían a ladrar reclamando dueño.

En las tardes, los niños saliendo de los colegios y luego correteando y gritando afuera como si la calle fuese un gran terreno de juegos. Al caer la tarde pasaban más vendedores. Entre mis preferidos, el que traía en su carreta destartalada dos latas grandes llenas de maíz salcochado, bien saladitos, que siempre sabían mejor que el de casa; y el de los deliciosos bizcochos de borracho, y el pan de gloria que nunca había visto amanecer.

Las motos subían y bajaban todo el tiempo con su ruido ensordecedor que después se iba perdiendo poco a poco por las esquinas que ostentaban señales de ‘alto’ por puro adorno y semáforos que cuando en algún día sin luna funcionaban, ya nadie les hacía caso. Los vecinos de los alrededores se oían discutiendo, riendo a carcajadas o castigando a los chiquitos con gritos y fuetes.

En las noches se calmaba un poco el trajín del barrio pero no cesaba del todo. De vez en cuando se escuchaba un gato que maullaba escurridizo por los callejones y pasaba alguna que otra moto a todo dar. La música de las velloneras que no hacían distinción entre sábado y lunes, y otra dosis de música popular sonando a todo volumen en las casas alegres. Por otro lado, las iglesias con sus panderos, los grillos chillando en una sola nota continua, y los mosquitos lanzando su odioso zumbido al pasar por nuestros oídos como burlándose por habernos castigado las piernas.

Aunque ya no viva allí, aunque ella tenga otros dueños, aunque ya no pueda volver, la transformen o la destruyan, esa casita de mi niñez permanecerá erguida, firme, fiel y acogedora dentro de la entrañable recreación de mis recuerdos.

 

SHORT BIO:

Loida Liz is a sociologist with a post degree in community economic development from PSU. She was born in Santo Domingo, migrated to the USA as a child, and is currently residing in Florida with her son. She self-published two books (poetry and memoirs) and is now developing online tools and resources for communities to help themselves that will be made available soon. 

 

Comments

comments

Leave a Response