Escrito Por: Yafrainy Familia
Si solicitas una Green Card, hay algo de lo que no te salva nadie: el examen médico. Y esto, my dear ones, sí que es una cosa muy particular. No exagero si les digo que es una experiencia como sacada de una película de ciencia ficción, o por lo menos así lo fue para nosotros.
Empecemos con este ejemplo, a ver si nos vamos entendiendo.
¿Recuerdan Ellis Island? Para los que no, pues es esa isla ubicada entre Nueva York y Nueva Jersey que sirvió como estación de inspección de inmigrantes desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, y a la que llegaban barcos gigantes desde Europa. Dicen que más de doce millones de personas entraron a los Estados Unidos por ahí. Doce freakin’ millones de Dreamers.
En aquellos tiempos el acceso a suelo estadounidense era más abundante, pero no por eso la cosa era más sencilla. Allí les inspeccionaban desde las vocales del nombre hasta la cantidad de dinero con la que viajaba cada pasajero. Y esto no era nada comparado con que a la hora de decidir si aceptar o no el ingreso de los Dreamers europeos, uno de los factores decisivos solía ser su estado físico. Muchas personas con enfermedades contagiosas eran automáticamente puestas en cuarentena o, peor aún, rechazadas y forzadas a realizar el terrible viaje transatlántico de vuelta a Europa; de vuelta a la incertidumbre que los había llevado a emigrar en primer lugar.
Ahora las cosas han cambiado. Esta Isla hace tiempo no es más que un monumento histórico. Un espacio para el turisteo.
Pero he aquí el secreto: Estados Unidos lo que hizo fue abrir nuevas sucursales, y ahora tienen un Ellis Island en todas partes. Sí que son listos estos gringos. Aunque no hay por qué quejarse. Al menos ahora si estás enfermo, te ahorran el viaje.
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El día de nuestro examen médico nos despertaron a las cuatro de la madrugada, cuando ni los gallos del vecino habían iniciado su canto matutino. Nuestra ropa estaba lista, doblada desde la noche anterior sobre una silla al lado de cada una de nuestras camas. A mi hermanito eso de madrugar no le gustó nada, así que lo tuvieron que vestir a la fuerza, mientras sus piecitos batallaban por deshacerse de sus zapatos. A los tres nos pusieron unas camisetas blancas, nítidas. Recuerdo que el olor a lejía se impregnó en nuestros pechos. Era casi como si a nosotros también nos hubiesen lavado con Clorox.
Sobre el comedor se encontraban los papeles en los que indicaban los pasos a seguir para el examen. Por aquella época yo estaba en esa edad en la que uno lee hasta lo que no le importa, así que me puse a ojearlos, sin poder comprender la mayor parte de las palabras. Había una larga lista muy rara. Tuberculosis. Hepatitis. Sífilis. Gonorrea. Mami, ¿qué es un sífilis?, recuerdo haber preguntado, porque esa, particularmente, me causó mucha gracia. Lo que no me hizo reír fue el tirón de orejas que me dio mi madre, acompañado por un compórtese señorita, estas no son horas para andar preguntando esas cosas.
Tata, nuestra niñera, estaba ocupada en la cocina. Pensé que nos preparaba un desayuno especial, por eso de habernos despertado tan temprano. Pero unos minutos antes de nosotros partir, ella apareció con tan solo una taza en la mano. Nos pusieron en fila, a mí y a mis hermanos, y nos dijeron que teníamos que beber un poco del contenido de la taza. A simple vista parecía un cafecito negro, de esos que tomaba mami siempre. Pero una vez me acerqué al borde, un olor desconocido me alertó. ¿Y esto qué es?, pregunté, sosteniendo la taza con recelo entre ambas manos. Es café, muchacha, me respondió Tata, tienes que beberte un chin, añadió luego. Pero huele raro, respondí yo. Es que es un remedio, contestó ella, agotándosele la poca paciencia que tenía a esas horas de la mañana. Es para los análisis que les van a hacer. Para que salga todo limpio. ¿Y qué tiene?, seguí insistiendo. Es café negro con un chin de naranja agria, contestó ella. ¿Y tiene azúcar?, pregunté. ¡Qué azúcar ni azúcar!, refunfuñó Tata entonces. Yo no me bebo eso ni muerta, dijo mi hermana mayor. ¡Ni yo, ni yo!, repetimos mi hermanito y yo, como si los tres formáramos parte del coro de una iglesia.
De nada sirvió nuestra negación, pues la situación no estaba ni para huelgas ni para elecciones. En contra de nuestra voluntad, nos abrieron la boca y nos hicieron tragar un poco de aquel remedio endemoniado. Y fue así, con la lengua colgando y un disgusto en la garganta, que inició el que sería uno de los días más largos de nuestras vidas.
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Al Centro de Servicios Médicos Consulares (aka D.R.’s Ellis Island) llegamos a las seis en punto de la mañana. A primera vista, aquel lugar parecía una clínica como cualquier otra. Pero una vez tenías más de dos minutos dentro, te dabas cuenta de que algo en el aire de ese lugar era diferente. Perverso. Aterrador.
Nosotros no fuimos los únicos madrugadores. Había allí una cantidad de personas que para mí en aquel entonces era imposible ponderar. ¿Cuándo nos vamos a casa?, preguntaba cada dos minutos mi hermanito, que entonces debía tener unos cuatro años. Sshhh. ¡Compórtate!, era la única respuesta de mi madre. En parte porque estaba nerviosa. Y en parte porque ni ella misma conocía la respuesta.
Solo encontramos dos sillas disponibles para la espera, así que mi mamá se sentó en una con mi hermanito sobre las piernas. Mi hermana y yo nos acomodamos como pudimos en la otra. Mi abuelo, que había ido para acompañarnos, se quedó de pie todo el rato.
Varias filas atrás, una anciana no paraba de toser. Si esa vieja sigue tosiendo así, se va a joder, le comentó el abuelo a mami. Ojalá y no esté tuberculosa, respondió ella. Aquella palabra me sonó vagamente familiar, pero no pude recordar de dónde, exactamente, la conocía.
Nuestro turno parecía que no llegaría nunca. Durante las primeras tres horas no hicimos más que llenar unos documentos. Tenemos hambre, comenzamos a quejarnos mis hermanos y yo. Otros niños alrededor también lo hacían. Lo siento. Tienen que aguantarse un rato. Hay que estar en ayuna para estas cosas, dijo mi madre. Y no nos quedó de otra que hacerle caso, aunque un letrero grande colgado de la pared decía que ayunar no era necesario. Yeah right. Tal vez en otro país no. Pero en República Dominicana, tierra de supersticiones, no había alma que entrara al laboratorio con algo en el estómago.
Cuando por fin nos llamaron, nos permitieron pasar a todos juntos, como el clan inseparable que éramos. Atravesamos una puerta y nos adentramos en un área poblada de médicos y enfermeras. Aquella era gente designada específicamente por el Departamento de Estado Gringo. Primero nos pasaron a un laboratorio en el que nos examinaron, haciéndonos extender brazos y piernas, y luego nos sacaron varios tubos de sangre. Después vino lo bueno: procedieron a vacunarnos. No sé cuantas veces me puyaron, pero recuerdo que salí de allí con curitas en partes del cuerpo que no sabía eran inyectables. Brazos, nalgas, muslos. Ese día no se salvó nadie. Parecía que nos estuviesen vacunando contra todas las enfermedades del universo.
Mi hermana y yo nos comportamos lo mejor que pudimos. Ella, a pesar de tener ya doce años, soltó varias lagrimitas. Yo no lloré, pero temblaba suavecito, como un flan de coco cuando recién lo sacas del horno. Mi hermanito, ese fue un caso aparte. Cuando vio lo que estaban a punto de hacerle, le entró un ataque de pánico y salió corriendo. Armó un alboroto por todo el lugar. Recuerdo que lo trajeron de regreso al cuarto de vacunas entre dos médicos, cargándolo en el aire, mientras él pataleaba y los maldecía a todos con tal destreza que a mi madre casi se le cayó la cara de la vergüenza.
En varias otras salas realizaban el mismo procedimiento. Era como si se estuvieran preparando para evacuar el planeta y solo aquellos que cumplieran con el estado físico necesario serían permitidos a bordo de la nave espacial.
No. Pensándolo bien, aquello parecía que nos encontrábamos en algún lugar extraterrestre, en donde nos estudiaban de pie a cabeza, evaluando si estábamos adecuados físicamente para adentrarnos en la perfecta y saludable civilización que habían construido los estadounidenses. Sí. Esto tiene más sentido. Y además explica muchas cosas. Pues no por nada te asignan un Alien Registration Number una vez te otorgan la famosa Green Card.
About Yafrainy Familia: Born in the Dominican Republic, Yafrainy has lived in Puerto Rico, New Jersey and Spain. She has a B.S. in Psychology from Carlos Albizu University in Puerto Rico, and a Master’s in Creative Writing from Pompeu Fabra University in Barcelona, Spain. Most of her writing focuses on the Caribbean immigrant experience. She is currently working on a short story collection.