Escrito por: Rosemary Ferreira
Crecí en las fronteras. No, no la gran frontera mexicano-americana del suroeste. Aunque esa frontera es tan importante como la mía, mis fronteras no fueron construidas políticamente ni militarizadas durante los últimos años. En cambio, mis fronteras viven en el espacio íntimo de mi casa, en las partes más oscuras y confusas de mi propio corazón. Soy una dominicana-americana,aunque escribiendo eso suena incorrecto. No soy lo suficientemente dominicana para mis amigos y mi familia que crecieron en la isla y que hablaban el idioma en una manera liberada, con control, y sin esfuerzo. No como yo que hablaba la lengua en pedazos. Las palabras salían de mi boca como las rocas que caen de la montaña. No soy lo suficientemente americana para las familias blancas felices, especialmente las niñas blancas, que aparecen en la televisión. No tenía la casa grande con un patio y el perrito corriendo por mis pies. En lugar, yo soy el guión que se ve entre las dos palabras que no significan sólo nacionalidades sino culturas, una forma de ser, de amar, de hablar, de aprender. El guión ha dado forma a la manera en que he vivido y soy el cruce de muchos caminos diferentes – de la República Dominicana y los EE.UU, las infancias trágicas de mis padres, la pobreza y la movilidad ascendente por la educación. Soy la línea entre dos realidades y es una posición que me ha tomando años para aceptar.
Nací en Queens de padres dominicanos. Aunque en la República Dominicana mis padres eran considerados parte de la clase media, aquí en las calles de Brooklyn y Queens, ellos eran pobres. Mi padre trabajaba en una bodega, uno de los trabajos clásicos para un inmigrante dominicano que no hablaba inglés. Mi madre se quedó en la casa hasta que yo, como la más chiquita de mis hermanos, entró a la escuela. A partir de ahí, ha trabajado en restaurantes de comida rápida, fábricas de perfumes, y centros de ancianos. Sin duda, ellos fueron marcados por sus pasados. Mi padre, que había crecido en el campo de la región de Cibao, al norte de la República Dominicana, llegó a los EE.UU. en la década de 1970, pero su corazón y su espíritu se mantuvo en la isla. Aunque su presencia física estaba aquí, le digo a la gente que crecí con una madre soltera.
Mi medio-hermana, hija de mi padre, que vive en la isla, me dice lo celosa que se siente porque lo tengo conmigo. Sonrío pero permanezco en silencio, incapaz de expresarme en su lenguaje. Ella no sabía que yo no veía a nuestro padre el día entero. No sabía que el único contacto que tuve con él fue cuando me quedaba dormida en el sofá viendo la televisión hasta que él llegaba a la casa a las diez de la noche para recogerme y colocarme en mi cama. Ella no sabía que las conversaciones de teléfono que ella tenía con él por más de una hora eran más largas que cualquier conversación que él tuvo conmigo. Ella representaba la isla para él, algo bello y precioso. ¿Pero mis hermanos y yo? Éramos las largas horas en la bodega, los inviernos de congelación y el sacrificio americano que nunca deseo.
Mi madre creció en un pueblo pequeño cerca de mi padre en el campo. A diferencia de mi padre, mi madre encontró su libertad aquí. Ella siempre me cuenta cómo ella no piensa volver nunca a su país, “¿Para hacer qué? ¿Cocinar y limpiar para todos esos hombres de la finca? ¡Olvídese de eso!” Su camino a esta libertad feminista ha sido extenso. A lo largo de mi infancia, mi madre estaba clínicamente deprimida. Su infancia en la isla la dejó traumatizada. A la tierna edad de siete años, su madre murió trágicamente mientras cruzaba un puente durante una tormenta. El coche en que ella estaba fue arrastrado por la marea del río. Incapaz de cuidar sus siete hijos, su padre separó todos sus hermanos. Mi madre se crió con las monjas y como la “chica de las becas” en una escuela católica en la gran ciudad de Santiago. Su vida en los EE.UU al principio no mejoró. Con un marido que apenas le prestó apoyo emocional o financiero y con tres hijos pequeños en un país extranjero, mi madre luchó duro para mantenerse a sí misma y a su familia.
Recientemente he oído del término trauma intergeneracional del escritor dominicano Junot Díaz en una entrevista que tuvo con el Boston Review (Moya 2012). Habló de cómo el trauma se puede transmitir a las siguientes generaciones a través de la crianza. Creo que he heredado el trauma de mis padres. Por mucho tiempo, yo era el silencio de mi padre y sus emociones frías, incapaz de dejarle saber a la gente lo que pasaba conmigo. Yo también era la terapeuta de mi madre y su sistema de apoyo. Absorbí todo su dolor y trate con mi mejor esfuerzo de ser la hija perfecta. Fui a la universidad porque sí, yo quería una vida mejor para mí, pero yo también estaba huyendo de ellos. Yo siempre había usado mi educación como un escape de mi casa. De las lágrimas y las estrictas formas católicas de mi madre, del silencio de mi padre, y de mis hermanos que andaban en caminos rebeldes, yo salí corriendo. Al venir a Bard College, me di cuenta de que yo podía huir físicamente de mis problemas, pero no podía huir emocionalmente. En mi corazón yo todavía era el silencio de mi padre y el dolor de mi madre.
Al venir a Bard también estaba expuesta a un nuevo conjunto de problemas. Por primera vez en mi vida, me sentí como una minoría. Yo era una morenita de clase baja aquí. A veces yo era una de dos o tres minorías en un aula llena de estudiantes blancos. Pero no era sólo el color de su piel que me molestó. Fue el nivel de la educación que habían recibido; un nivel de educación que yo no tenía. Durante el primer par de años aquí, estaba celosa de los estudiantes inteligentes de mis clases y las muchachas blancas bonitas. Me odiaba a mí misma. Mi cabello rizado, mi cuerpo curvilíneo, y mi educación pobre. Este odio se mostró en la forma en que yo vestía y mis relaciones con la gente. Empecé a idealizar la ciudad como mi hogar verdadero. Me convertí en un estudiante de estudios urbanos porque me di cuenta de cuán profundo era mi amor por la ciudad de Nueva York. Pero, como he desarrollado una educación rica en el tema de los estudios urbanos en una universidad de artes liberales cara y aislada, de repente empecé a sentirme distante de mi propia comunidad. Me sentí como si hubiera rechazado a mi familia y mi comunidad al venir a Bard y tuve que encontrar la manera de recuperar estas partes de mi vida.
Fue sólo cuando yo empecé a abrir la caja de mi pasado que tuve la oportunidad de sanarme. Empecé a enamorarme de mí misma. Fui al gimnasio. Leí poesía. Compré pendientes grandes y vibrantes que me hacían feliz. También me conecté a mis raíces dominicanas a través de la danza, la música, y la literatura. Al hacer estas cosas, entendí que mi identidad era mía. Yo podía construirla por mí misma y decidí que yo era una “mujer de color” y nadie me podía decir lo contrario. Empecé a reclamarme a mí misma y ahora estoy en un largo camino de recuperación, la cura y el perdón, pero honestamente puedo decir que realmente he empezado a vivir mi vida.
Born in Queens and raised on the Queens-Brooklyn border by Dominican parents, Rosemary strongly identifies as a Dominican New Yorker. She earned a degree in Environmental and Urban Studies from Bard College in upstate New York and wrote her senior thesis on the impact of gentrification on the emotional, social, and economic well-being of Latinas in her neighborhood of Bushwick, Brooklyn. After graduation, she has worked as an educator and mentor in both New York City and the Dominican Republic. She hopes to earn a Master’s degree in Higher Education Administration and/or Student Affairs in the near future so that she may continue empowering young people, particularly first-generation students of color on college campuses.